Teoría del dominó


La llegada del hijo amenazaba la estabilidad de la pareja.

Lepóridos




[…]
Vuelvo al compartimiento, donde Pablo, con los ojos muy abiertos, me dice: «papá, me he despertado», como si pensara que no puedo verlo. A los niños les maravilla todo y tienen que comunicar todas las experiencias, es algo muy divertido. Luego olvidamos enseguida a vivir así, por desgracia. No le decimos al vecino: «hola, vecino, estoy vivo». Si lo hiciéramos, pensaría que estamos locos. Así que aprendemos a aceptar ciertos fenómenos como banales, ordinarios, carentes de toda magia. No es que los callemos por pudor, es que a nosotros tampoco nos emocionan ya. «Cariño, estoy despierto y todavía no ha salido el sol, es precioso»; ni se nos pasa por la cabeza decir algo así. La vida adulta es la muerte de la sorpresa.
—¿Y qué piensas hacer? —le pregunto a mi hijo.
—No sé. Contar estrellas. O conejos.
—A bordo de un tren es más fácil ver estrellas que conejos, piensa que estos últimos no brillan en la oscuridad.
—No importa, los conejos son más bonitos. Yo quiero un catalejo para ver conejos, papá.
—Un telescopio, que el catalejo es cosa de piratas.
—Entonces quiero un catalejo.
—No sé si a tu madre le va a gustar que te dediques a la piratería contra los conejos, que bastante tienen con la mixomatosis.
—No les voy a hacer nada malo, sólo quiero verlos. Y contarlos. Uno, dos, tres, cuatro. Dos millones.
—Muchos conejos son esos. ¿No te vale contar ovejas?
—Las ovejas son aburridas.
Mi hijo es sabio, pienso yo. Cinco años y ya sabe más de la vida que su padre. «Las ovejas son aburridas», en una frase ha resumido todas mis noches de insomnio. Pero en realidad la idea es dormirse por aburrimiento, claro, porque cuando lo estás pasando bien en la cama, no te duermes. Aunque esto no se lo puedo decir a mi hijo, que luego Laura se enfada y me dice que trato al niño como si fuera un adulto. Tal vez lo que sucede no es que trato a Pablo como si fuera un adulto, sino que yo me comporto como un niño. Dos niños en un tren contándose historias.

La corona


La corona se tambaleaba y permitía ver lo que había debajo.

Una casa en medio de la nada

—Hay una empresa que se dedica a vender terrenos de la Luna.
—¿Con qué autoridad?
—No lo sé, pero tienen bastante éxito. Viste mucho tener un título de propiedad de unos terrenos lunares.
—Vaya, pues es buen negocio, entonces.
—Claro. Además, no es que vayan a reclamar los selenitas, que no existen.
—Es cierto. Pueden vender terrenos lunares, marcianos y del resto del sistema solar, pero no de otros planetas, que podrían estar habitados y habría querellas interestelares.
—Sí. A lo mejor en otro planeta una empresa se dedica a vender terrenos de la Tierra. Tal vez nuestra casa pertenezca ahora mismo a un extraterrestre.
—Iré mañana al banco con ese argumento para renegociar la hipoteca.